Varios litros de agua en cuatro metros cuadrados de patio

Posted by francisco javier parra núñez | Posted on 0:48

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Las casas tenían poco patio y con la lluvia así de gruesa bastó una tarde para cubrirlas de agua. Las calles eran un barrial. Nadie habría imaginado que toda esa miseria tendría al fin algo digno; La primavera se llevó los vientos, el agua se quedó en los patios, y la gente de la villa hizo entonces muchas cosas con ella:

Los Pinto aprovecharon que los ventanales de su comedor diario daban al patio y los convirtieron en un acuario. Echaron en él un par de jibias y en tres funciones al día les dejaban caer gatos vagos o ranas o niños muy traviesos. Hicieron una fortuna. La empresa acabó cuando una de las jibias, durante la función principal, se tragó a la otra de un sopetón, y sacó del agua uno de sus tentáculos, llegó a la calle, donde jugaban fútbol los niños Pinto, y cogió a uno de ellos por el cuello, lo arrastró, lo elevó por el aire, por sobre el techo y lo sumergió. Cuando terminaba de tragárselo, María Rosas de Pinto pudo ver en los dedos del niño, pegados los unos a los otros como si fuera rana, la marca indeleble de su descendencia, y se echó a correr entre el público, horrorizada, y golpeó los ventanales, se revolcó en el suelo, lloró, gritó y se quitó el cabello a tirones. Nada más quedó que matar al animal. En el intento se tragó a cuatro hombres, dos niños, un gomero y un perro. No hubo mucho más que hacer; La jibia terminó por comerse a sí misma.

El taller de bicicletas se fue a la ruina. La lluvia cubrió las herramientas, los rodamientos, las cadenas, los fierros y las bicicletas que se encontraban en el patio. Pasaron el hambre comiendo algodón con sal. El abuelo, que tenía de pierna una pata de palo y que el pellejo se le pegaba a los huesos como si el cuerpo entero no fuera más que una momia, una buena mañana tuvo la idea: “Cuál es el drama, muchachos... ¿Acaso no saben lo ricos que se hicieron los Pinto? hagamos algo con el agua. Hagamos un museo”. Los muchachos se echaron a reír. Y con la risa les dio hambre. Y con el hambre mal humor y con el mal humor se deshumanizaron. Y entre la falta de comida y el exceso de gente, porque los mecánicos en esa casa eran siete, se conjugó en las entrañas de cada uno de ellos el plan más macabro que jamás se haya fraguado en esa villa, y culparon al viejo por la risa, por el hambre, por el mal humor, por el oficio heredado, por todo y, con una mecánica frialdad, no le dieron más algodón con sal y acabaron por matarlo de hambre. No había para comer, menos para velorios. ¿Y si lo tiramos al agua? preguntó uno. Los otros lo miraron. Luego dijo, Bien, la idea del viejo quizá no era tan mala. Quizá sea bueno hacer un museo. ¡Esto es el colmo! ¿Desde cuándo somos una casa de locos? ¿Quieres terminar como el viejo? le respondió uno. Prefiero eso a comer algodón con sal el resto de mi vida, replicó. Entonces termina como el viejo, le dijo, y le apretó el cuello hasta matarlo. Pero el hermano del muerto tomó parte en la pelea y comenzó a apretar el cuello del otro y el hermano del otro al otro y en menos de cuatro minutos el último en unirse a la pelea se vio rodeado de muertos. Pensó un rato. Preparó una mezcla de aceite de bicicleta y sal y puso pañuelos en las cabezas, aros en las orejas, parches en los ojos. Y con las patas de la mesa y con una rueda aro veinte fabricó un timón. Y cargó uno a uno los cuerpos hasta el techo y desde ahí los dejó caer en el agua. ¡Es tan real! ¡Es magnífico! ¡Vaya artista! Decía el público. Y mientras el mecánico contaba los billetes recaudados pensó: Después de todo, no era mala idea la del viejo.

Vino la fiebre a la villa. La fiebre del éxito. Y se hicieron veintidós acuarios más, decorativos y acuícolas; el más ducho nadador ofreció clases en el patio de su casa; aparecieron clavadistas; se abrió una casa de apuestas donde se competía por durar más tiempo bajo el agua sin respirar o por encontrar una aguja que era lanzada por el presidente de la junta de vecinos; las niñas formaron un equipo de gimnasia acuática. Pero a nadie le fue como le fue a las putas con la casa de remoliendas. Su techumbre se la había llevado una noche de vientos del año pasado. El lugar lo cubrieron con latas, maderas y escombros, que con el tiempo se hicieron un todo orgánico como la greda, endureció como la piedra y acabó luciendo como una terraza. No había que tener mucho ingenio, con el agua estancada en el patio y el techo duro y plano, el lugar pintaba para piscina. Sí había que tenerlo para instalar ahí trampolines y convertir la casa de remoliendas en un centro turístico de alto nivel. Y cada vez llegaron más familias y las muchachas de la casa, ahora ricas, cesantes y ricas, regalaron tantas noches a los hombres de la villa, como hubo noches, hombres y villa.

La historia de Pito Palmera es interesante. De niño se enamoró del agua. Fue pescador, buzo, salvavidas, clavadista olímpico. Pero al conocer a Estrella y a sus ojos de mar se olvidó del agua y buscó un empleo estable. Hizo de todo. Pero Estrella pedía más, más. Y con la lluvia Pito Palmera creyó encontrar el negocio de su vida: “Recolectores de agua Palmera”. Comenzó bien. Hasta el acuario de los Pinto. Luego más nadie quiso sacar el agua de sus patios y Pito Palmera quebró y su mujer se marchó con otro. Enloqueció. Primero se creyó perro y ladró, cazó gatos y comió de la basura. Luego se creyó cuervo y el día en que volvió a llover el viento iba muy fuerte y no pudo volar. Y se quedó en el patio de su casa esperando una escampada. Y no escampó, y con el agua subiéndole hasta los ojos recuperó la razón, la humanidad, los recuerdos y, Pito Palmera, el bueno de Pito Palmera otra vez, decidió pudrirse en ella hasta olvidarlo todo, y sintió cómo sus piernas se fundían, su piel se enfriaba y se hacían las escamas, las agallas, las aletas y los ojos, los culpables y tristes ojos del bueno de Pito Palmera, se quedaron planos y redondos como un botón. Y la lluvia siguió cayendo y rebalsando los patios, estallando los acuarios, ahogando a las putas.

Y de la villa queda hoy un grueso lago.

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Donde Dios sabe mejor a punto

Posted by francisco javier parra núñez | Posted on 0:46

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De pronto el cielo se tiñó de un rosa pastel, los árboles se hicieron papel de periódico, y los patos y las garzas tuvieron un bigotillo incipiente, vistieron trajes, y usaron bastón, un lente redondo en uno de sus ojos, y fumaron cigarrillos rubios, ellos, y blancos, ellas.

No tan de pronto el vestido floreado de mi vecina comenzó a echar ramas. Al cabo de una semana las camelias estampadas en serigrafía sobre los costados almidonados de las mangas fueron árboles inmensos, y la muy horrible cara de la vecina, quedó por allá donde las nubes dejaban caer chocolate en vez de lluvia, y no volvió más nunca a reprendarme cuando reventé alguno de sus ventanales con mis limones saltarines.

El invierno trajo merengue. Jugamos con él. Los muñecos de nieve lo lanzaban en bolitas y construían niños de pelos tiesos y pantalones cortos en la competencia que el nuevo alcalde organizó en la plaza para celebrar su venida. Otros hacíamos trineos con el humo de las chimeneas y las mujeres más atléticas se ofrecían a tirarnos. No faltó el idiota que se lo quiso comer, pero entre todos juntamos cincuenta y ocho litros de agua que ofrecimos a un cuerpo de seguridad experta en tales asuntos. El merengue quedó a salvo.

El cura tenía cara de rana. Y rezó por el milagro y una buena mañana amaneció con las piernas fundidas en una rueda de monociclo y así fue casa por casa predicando la palabra de Dios. Y Dios... Dios se hizo carne. El carnicero tomó el trozo de posta negra, auto denominado Dios, y lo llevó a la policía y lo cocieron al proceso que abrieron con el fin de investigar los hechos. Lo liberaron por falta de méritos. Entonces Dios, de un kilo y medio de peso y con cuatro por ciento de materia grasa según el etiquetado de papel film que recubría su cuerpo, fue llevado en andas por las calles del pueblo y habló fuerte y luego bendijo criaturas y construyó niños de merengue en sus ratos libres.

Era Jueves cuando bajo el árbol más viejo una abeja de cuatro metros de alto leyó que para fin de año todo se haría nada; la antimateria tragaría materia, decía el titular de una rama. Y fue por esas horas de lluvia de chocolate y guerras de merengue, cuando la antimateria recibió la alanceta letal de la abeja y Todoelmundo, mi hermano Todoelmundo, quitó a la abeja sus alas, las asó junto a Dios en la parrilla municipal y bebimos bilis de un toro y jugamos al tintintín con las orejas de un viejo que hace poco se las había quitado para venderlas en el mercado de los turcos. La carne nunca más volvió a saber tan a punto. El cielo nunca más volvió a ser tan rosado. Pero todo ese caos, ese maldito y hermoso caos, vivió en el mismo lugar y a la misma hora, por los siglos de los siglos, hasta que el aire se hizo luz y vino el hombre, ése de una costilla, y la apagó para siempre.

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Y se quedó mirando al gato

Posted by francisco javier parra núñez | Posted on 0:45

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El abuelo iba por una huincha de medir al cuarto de herramientas y volvía con clavos. Luego decía “¿clavos?” y volvía al cuarto y se encontraba allá con el serrucho, y lo traía a su banco del patio, y devolvía el serrucho y traía con él la carne y los chorizos que hallaba en la cocina, los tiraba a la parrilla, encendía el fuego y se quedaba ahí, pensando en los caracoles que se comían las hojas de las plantas, en el gato que se echaba a tomar el sol sobre el tejado del vecino o recordaba al fin la huincha de medir y volvía a buscarla y volvía con clavos. Luego decía “¿clavos?” y volvía al cuarto y se encontraba allá con el serrucho, y lo traía a su banco del patio, y devolvía el serrucho y traía con él más carne y más chorizos, los tiraba a la parrilla y se sentaba en el banco, pensando en los caracoles que se comían las hojas de las plantas, en quiénes preparaban semejante parrillada, en el gato que se echaba a tomar el sol sobre el tejado del vecino o recordaba al fin la huincha de medir y volvía a buscarla, y volvía al cuarto de herramientas y volvía con clavos. Y cuando sobre la parrilla habría unos quinientos kilos de carne, doscientos quince chorizos y veinte metros de huincha de medir, el viejo olvidó qué era eso que necesitaba para algo que olvidó también, y se olvidó del fuego y de los caracoles, y se quedó mirando al gato.

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